En primera persona
21 días sin móvil
Quince segundos. Fue el tiempo que tardé en coger el móvil tras
dejarlo en la mesa. Los cronometró mi amiga Cynthia, una suerte de
Torquemada en la cruzada contra el (ab)uso de las nuevas tecnologías. Y
entonces lo decidí: dejaría el smartphone durante 21 días, el
tiempo que William James, uno de los padres de la psicología moderna,
estimó que tarda el cerebro en deshacerse de un hábito.
En mi caso fue de la hiperconexión. De ver la vida a través de un
filtro de Instagram y de reír más en código binario que a carcajadas.
Formo parte de una generación, la denominada Generación Millennial,
que se desarrolló a la par que las TIC (Tecnologías de la Información y
la Comunicación) con todo lo que ello conlleva. Adolescentes en los
2000, le pedimos un móvil a los Reyes en la misma carta que el último
libro de Harry Potter. Si tenía el snake sumaba puntos. Eran tiempos de SMSS, de "manda tono al 5505" y de recargar el móvil cuando se quedaba sin saldo.Recién llegados al instituto, hicimos nuestros primeros pinitos en las redes sociales con Fotolog, MySpace y Tuenti cuando aún no había smartphones. Después y con ellos llegaron Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat y Vine. Nuestra huella digital es más profunda que la de los miembros de la Generación X, pero también que la de los "Z" -nacidos a partir de 1995-, que llegaron al mundo con un router bajo el brazo y que no tendrán ni un solo recuerdo sin WiFi.
Con este historial clínico -millennialismo en fase avanzada, adicción aguda a las redes sociales y pulgares hiperdesarrollados-, me enfrentaba a mis 21 días de desintoxicación móvil. Lo primero era buscar un teléfono que no tuviera conexión a Internet. No fue difícil. Como en todas las casas, en la mía hay un cementerio móvil que nuestros descendientes podrán vender muy caro y tenía dónde elegir. Con o sin cámara, más grande o más pequeño e incluso con antena. Escogí un Alcatel blanco sin posibilidad de hacer fotos ni de conectarse a la red para evitar tentaciones, consciente de que, cada vez que lo sacara en los días posteriores, la gente me miraría como a un miembro de la corte de Luis XVI que se plantara al lado de los heavys de Gran Vía. Y así fue.
Alcatel en mano, me aventuré a entrar en la primera (y quizá más dura) de las trincheras que me esperarían en mis 21 días de rehab: el transporte público. Terapia de choque: allí todo el mundo desenfundaba sus flamantes iPhones, haciéndome sentir como un ex adicto a la heroína en una escena de Trainspotting. Pero tras el shock inicial y comprobar lo ridículo de chocarse con otro viandante por ir mirando una pantalla en alguna de sus formas, algo más habitual de lo que pensaba, empecé a percibir esa poética del trayecto en metro que retrató Cortázar en El Perseguidor. Ese tiempo paralelo que transcurre con otra cadencia entre estación y estación, entre coche y andén (tengan cuidado para no introducir el pie) en el que no había reparado nunca a pesar de las indicaciones del autor de Rayuela, demasiado ocupada en responder mensajes o en leer tweets. Tres libros y unos cuantos trayectos en metro, tren y autobús después, decidí que, cuando volviera al smartphone, lo haría con shabbats tecnológicos en el transporte público.
Días después del inicio de mi experimento contacto con Luis B. Bononato, director de uno de los centros pioneros en ofrecer tratamiento psicológico contra usos problemáticos de las TIC, el Proyecto Hombre de Cádiz. Le cuento en qué ando metida y me anima a continuar con ello. Me habla de que dejar el smartphone no sólo implica dejar las redes sociales, algo que me preocupa: "La mayor dificultad es que lo que llamamos teléfono, ya no tiene ese único uso, sino que se trata de un pequeño ordenador portátil con acceso a Internet que utilizamos cada vez para más funciones: como tarjeta de crédito, billete de avión, despertador ".
A la lista de funciones del "teléfono inteligente" que me enumeró el doctor Bononato le voy añadiendo, a medida que pasan los días, otras nuevas que voy descubriendo.
La primera de ellas, la del mapa. Las pantallas le van ganando terreno al papel y a la comunicación en todos los sentidos, también en lo relativo a la orientación. Despistada como soy y sin GPS, me veo en la obligación, ante el asombro de mis desconocidos interlocutores, de preguntar por calles, plazas, números y, la verdad, no es para tanto.
Otra de las funcionalidades de mi smartphone de la que me doy cuenta poco después de apagarlo fue la de hacer las veces de ¿facilitador? de las relaciones. De las relaciones personales en general y de las amorosas en particular. Y es que no solo de Tinder vive el cortejo 5.0: también se trabaja a base de likes, WhatsApp y menciones en las redes sociales. ¿Rechazar las TIC era, pues, condenarse al ostracismo sentimental? Andaba dándole vueltas y decantándome más por el sí que por el no cuando llegó Equis, un amigo de un amigo al que hacía tiempo no veía y que me demostró, sin pretenderlo, que una mirada cómplice vale más que cualquier match.
Además de con Luis B. Bononato acudí a Fernando Botana, director y psicoterapeuta de la clínica Sinedic, que también ofrece atención psicológica para personas que presentan usos problemáticos de las nuevas tecnologías. Quería saber cuál era el perfil de sus pacientes y con qué síntomas acudían a su clínica. "Son, sobre todo, jóvenes de entre 20 y 35 años que notan que el uso de las nuevas tecnologías intercede en el desarrollo natural de su vida", me cuenta. Como síntomas que revelan ese uso problemático enumera el fracaso en las relaciones ordinarias por interactuar demasiado con el teléfono, depresión en caso de no recibir respuestas o interacciones a mensajes o publicaciones, dependencia emocional del terminal, ansiedad en caso de no tenerlo cerca... Al oírlas, me imagino con sudores fríos, padeciendo un síndrome de abstinencia que, finalmente, no tendré. Y es que, a pesar de mi desconfianza inicial y de la de mi entorno, que apostaba que no dudaría más de tres días sin conectarme a la red en alguna de sus formas, los 21 días de sabbath tecnológico fueron más sencillos de lo que creía, de lo que todos creían. El primer día de mi desconexión recibí incluso un mensaje de mi amigo Jaime, una suerte de "Luis, se fuerte" en versión desintoxicación móvil que me animaba a continuar con mi reto.
El Doctor Luis B. Bononato me pone en alerta de posibles efectos secundarios de apagar mi móvil: irritabilidad, angustia, ansiedad al no poder usar el terminal, sensación de soledad... A lo largo de mis 21 días con sus 21 noches analógicas no siento, en ningún momento, ninguno de ellos. Quizá sea que soy consciente de la temporalidad de mi período sin teléfono... o quizá que no lo necesitaba tanto como pensaba. "Lo siento smartphone. No eres tú, soy yo... Leo más (y mejor) desde que no te tengo cerca. Escucho más (y mejor) desde que me siento a la mesa sin tí. Y, sobre todo, duermo más (y mejor) cuando no me voy a la cama contigo." El Doctor Bononato me revela las causas. "Tanto al dormir como al relacionarnos tras usar el teléfono, nos encontramos en un estado de hiperexcitación del cerebro que nos impide concentrarnos", me cuenta. Y quizá sea esa ausencia de hiperexcitación provocada por la(s) pantalla(s) la que ha hecho que, en mis 21 días de desintoxicación móvil, me hayan gustado más las películas que he visto, los libros que he leído, los viajes que he hecho y las personas que he conocido. La misma que me ha convencido de que estos 21 días no serán los únicos (ni los últimos) que pase sin móvil.
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